viernes, 12 de agosto de 2011

Fuera de la zona de comodidad


So I think I got it all in place now
No distractions, under control

--Higher place, de Journey


Estos últimos dos días he tenido experiencias muy diferentes a las que usualmente tengo, un poco porque se dio la oportunidad y otro poco porque me atreví a tenerlas. Hace dos meses me inscribí a un congreso sobre terapias a través del arte, el cual está teniendo lugar de jueves a sábado, sólo que en lugar de estar conformado por conferencias y exposiciones, la mayoría de actividades son talleres, por lo que los asistentes tenemos la posibilidad de pasar por la terapia nosotros mismos. Semanas atrás elegí aquellos que parecían ser interesantes y uno en particular con el que buscaba ponerme a prueba, pues consistía en ejercicios que por lo general evito hacer. De eso quería hablar en este post, sobre esa experiencia tan diferente.

Mi primera impresión vino acompañada por una sorpresa, pues salí de casa sin el folleto donde aparecía la información sobre el taller al que estaba asistiendo en ese momento; sabía dónde era, pero no tenía idea de lo que me esperaba. Cuando entré al aula, lo primero que vi fue varios cojines dispuestos en un círculo alrededor de incienso, florecillas y pequeñas piedras, por lo que inmediatamente pensé "definitivamente me he equivocado de lugar", pero una vez que vi el letrero con el número del salón, entré con postura derrotada y tomé asiento en en uno de los cojines. Mientras la gente iba llegando, noté dos cosas. La primera, que las dos mujeres que presidirían la sesión hablaban en voz baja y constantemente me miraban, lo cual me llevó a notar la segunda cosa: no había ni un solo hombre además de mí. En cualquier otra circunstancia, podría haber tomado esto con cierta satisfacción, pero en ese momento comenzaba a pensar lo avergonzado que me sentiría si resultaba que el taller estaba dirigido únicamente para mujeres. Felizmente entró otro hombre, un señor mayor, y pude sentirme más tranquilo, aunque todavía sin tener una pista de lo que vendría luego.

La sesión se inicio como las demás, cada uno iba presentándose diciendo su nombre, su país de procedencia, su trabajo, gustos y demás. Luego hubo una pequeña introducción sobre el Budismo y cómo se pensaban utilizar algunas de las enseñanzas en la terapia de ese día. Esta parte me gustó muchísimo, pues me sentía identificado con ciertas ideas que, casi con seguridad, escribiré aquí en otro momento. Pero luego vino lo que ya me venía esperando y para lo que me había estado preparando mentalmente desde el inicio, la meditación. En mi familia se practica mucho el yoga, creo haberlo mencionado en otro post, pero yo nunca me vi atraído por aquella disciplina, especialmente por la parte meditativa, así que siempre me negué rotundamente a formar parte de esa actividad. Sin embargo, durante el taller, tuve que tragar mi juvenil rebeldía y probar un poco de lo desconocido, experimentar algo distinto. Y no fue tan malo como esperaba. Es más, quién sabe, tal vez lo vuelva a hacer en el futuro.

Pero el tragarme mis viejas palabras no fue lo más difícil, sino lo que llegó a continuación. Se nos indicó, de la forma más suave, lenta y tranquila que alguna vez haya escuchado, que nos pusiésemos de pie, que sintiésemos el suelo, y que comenzásemos a caminar y movernos como nuestro cuerpo lo pidiese. Fue una experiencia un poco frustrante (asombrosamente, bastante menos complicada que algunas de las cosas que me ha costado hacer sobre una bicicleta), debía soltarme, mover los brazos, estirarme y hacer movimientos que por lo general no hago frente a otras personas; o, mejor dicho, que nunca hago. De cierta manera fue liberador rodar por el suelo, aletear, saltar, girar, contorsionarme, pero me costó mucho hacerlo en un principio. Pero la experiencia también fue muy curiosa, pues disfruté viendo a las mujeres pasando por una situación de duda inicial como la mía y luego pasar a hacer cosas muy graciosas y hasta reprochables ante ojos más conservadores.

Luego hubo que hacer un dibujo sobre nuestras sensaciones, lo cual me entretuvo, pero después realizamos un ejercicio más profundo aún. Cada uno de nosotros tuvo que juntarse con otra persona, en mi caso la chica que se sentaba a mi lado, coger su mano derecha y posar la propia mano izquierda sobre su hombro izquierdo, de tal manera que solo existiesen unos meros veinte a treinta centímetros entre los rostros de cada uno, y tan solo mirarnos por un par de minutos, los más largos de mi vida. Ver de tan cerca a una desconocida, cruzar miradas, repasar sus rasgos y compartir una intimidad muda fue lo más extraño que hice ese día, pero no lo más difícil y no algo que hubiese querido perderme. Complicado, eso sí. Sólo mirar, pero ¿mirar qué? Mis ojos saltaba de los suyos al espacio entre sus cejas, bajaban por la nariz hasta los labios, se movían por una mejilla, pasaban por la sien y finalizaban su recorrido en la frente, punto en el que se reiniciaba la travesía. La experiencia me deja con demasiadas ideas que tendré que mencionar en otro post, pero debo decir que fue genial, y que también será otra de esas cosas que planeo repetir en el futuro.

Para finalizar la sesión hubo segunda meditación, esta vez más extensa y que me permitió centrarme de manera más óptima en el momento y poner orden a mis pensamientos. Hicimos un dibujo sobre nuestras sensaciones, escribimos sobre ellos y se dio por finalizado el taller. Salí del lugar de muy buen humor, bastante animado y, al contrario de como ingresé, me sentía victorioso. Sobreviví a tres horas cubiertas de situaciones a las que nunca pensé que alguna vez me enfrentaría, y pude vencer algunos de mis miedos, especialmente el miedo a hacer el ridículo. Puse ambos pies fuera de mi zona de comodidad, y aunque lo cómodo estuvo ausente, aprendí que para vivir en el momento, como se nos dijo en el taller, primero se ha de disfrutar la incomodidad.

miércoles, 10 de agosto de 2011

El valor de un significado implícito


Fire burns inside
A light that's caught between
Night and day

--Passing by, de Angra


Hace unos días fui con mi hermana y mi papá a una tienda cerca del Mercado Central, donde vendían cientos de miles de materiales para hacer collares caseros; desde pequeños pedazos de plástico moldeados, cortados y pintados de diversas formas y colores; combinaciones de piezas metálicas de varios tamaños y bolitas con diferentes diseños; hasta objetos más elaborados con forma de corazones, flores y muchas más de ese estilo. Mientras mi hermana elegía lo que llevaría consigo para iniciar lo que será su primer negocio de venta de collares, yo anduve pegado a las vitrinas pensando en algo que se me acababa de ocurrir.

Viendo esa increíble cantidad de minúsculas piezas intenté imaginar el esfuerzo que supuso crearlas, el tiempo utilizado para hacerlas lo más parecido posibles, para pulirlas y pintarlas, pero no tenía (y sigo sin tener) idea alguna de cómo se fabrican. De una u otra forma, tomé por hecho que quienquiera que las hubiese hecho no les dio un valor mayor al dinero que recibió a cambio de ellas; es decir, que el significado que les otorgó pudo haber sido únicamente monetario. Sin embargo, pienso en todas esas personas que las reciben como obsequios, especialmente objetos con una forma en particular, como una mariposa o una letra, y que les dan un valor mucho más significativo. Un simple pedazo de metal o plástico creado con una intención concreta, convertido en un símbolo de algo mucho más grande; en él ya no residiría el sudor de su creador, sino una idea adjudicada por el poseedor.

Esto me hizo recordar todas esas cosas que ante los ojos de otros pueden ser meras baratijas, pero que para uno mismo llevan consigo su propia historia, son el recuerdo de momentos en la propia vida y representan más de lo que su pequeña o gran forma demuestran. Creo que estos objetos sirven para aferrarnos a otras personas, a situaciones y emociones, por eso los conservamos y les damos significado, incluso uno que el mismo elemento no denota por su forma o función, o que guarda poca relación objetiva con aquello con que se le asocia. Personalmente, poseo muchos objetos simbólicos, no porque le dé importancia de sobremanera a las cosas, sino porque tengo un especial gusto por mantener recuerdos lo más vivos posible.

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