To live a better day is our final aim
And we won't stop tryin'
--Start running, de Gamma Ray
Luego de pensarlo muchísimo, creo que no hay una sola palabra que pueda describir en su totalidad la mezcla entre la enorme cantidad de pensamientos que cruzaron mi cabeza y la gigantesca gama de emociones, sentimientos y/o sensaciones que experimenté antes, durante y después de realizar el viaje más importante de mi vida. Si tuviese que arriesgarme a elegir una, diría que "¡INCREIBLE!" (en negrita y con signos de exclamación) se queda corta. Una descripción de lo acontecido sería igualmente imprecisa, pues no podría capturar la magnitud de una experiencia semejante, pero no por ello dejaré de hacerlo.
El viernes por la noche llegó Charlie a mi casa, el segundo y último miembro del grupo con el que haríamos el paseo a Cieneguilla. Después de semanas de convocatorias logramos conseguir otros cinco aventureros dispuestos a acompañarnos, pero con la fecha cada vez más cerca, los voluntarios fueron siendo cada vez menos hasta no haber nadie más que nosotros dos. Hicimos los últimos planes, empacamos las provisiones necesarias y esperamos el día siguiente, y a las nueve de la mañana ya estábamos en camino.
La primera etapa, la subida hasta La Molina, fue relativamente simple y familiar, ya que había recorrido esa ruta varias veces antes a modo de entrenamiento, así que sirvió como calentamiento y para idear maneras de comunicarnos con señales y con los silbatos que ambos llevábamos colgados del cuello. Una vez que pasamos esa zona y La Planicie y estuvimos en El Sol de la Molina, comencé a notar la excesiva presencia del sol. Muchos amigos habían dejado pasar la oportunidad de acompañarnos debido al insoportable calor, que sin duda se agregó como dificultad en el viaje. Todo el resto de la subida tuvimos que hacer constantes paradas debido al cansancio y a la temperatura, pero conseguimos llegar a la cima con los ánimos en alto y las botellas de agua necesarias.
La entrada a Cieneguilla desde El Sol de la Molina es famosa por su pendiente y camino sinuoso bordeado en un inicio por riscos, una bajada de aproximadamente cinco kilómetros que hicimos en ocho minutos a una velocidad promedio de treinta y cinco kilómetros por hora; por lejos la mejor parte del paseo. Todo el sufrimiento que pasamos subiendo desde Surco hasta esta entrada fue recompensado con creces. Puedo decir sin una pizca de inseguridad que es la mejor pendiente que he bajado en mi vida, aunque admito no ser un experto en pendientes. Reparando en los riesgos y tomando todas las medidas de seguridad en cuenta, nos lanzamos cuesta abajo.
Las curvas cerradas añadían emoción a la ya excitante bajada, pues no había forma de saber si un carro venía en dirección contraria hasta llegar a la curva en sí, momento en el que había que reducir la velocidad (solo un poquito) o entrar en el camino de tierra y restar diversión a la aventura. El viento en la cara, las llantas girando una y otra vez sobre el asfalto, los carros zumbando a mi costado y la sensación de chocar en cualquier momento contra lo que sea fueron elementos que, sumados, contribuyeron a hacer de esta experiencia algo único y magnífico. Una vez que estuvimos en la base, en el óvalo de Cieneguilla, no podíamos dejar de comentar lo asombroso que había sido y decidimos sin titubear que volveríamos a bajar aquella pendiente al menos una vez más antes de irnos.
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