jueves, 31 de julio de 2014

La primera mitad

Fuente: Archivo personal

Gentle change of tides
Upcoming days

--Gentle change, de Angra


Con casi seis meses de trabajo en el instituto donde practico, pensé en dar una mirada atrás.

A lo largo de todo este tiempo he aprendido y vivenciado muchísimas cosas, varias que atesoraré en los años por venir y algunas que espero poder olvidar. Con esto quiero decir que la experiencia hasta el momento ha sido muy satisfactoria, enriquecedora y ha cumplido con mis expectativas, pero también he pasado por situaciones complicadas y poco gratas, todas ellas emocionalmente demandantes.

Ingresar al área de Rehabilitación no fue mi primera opción. De hecho, desde el primer momento en que fui asignado ahí se hizo la broma de que era como un castigo (probablemente debido a mi bajo promedio de notas en la universidad), aunque yo nunca lo consideré de tal modo. Por el contrario, no pasó ni el primer mes de actividades y ya me sentía extremadamente afortunado de ser parte de ese departamento. Y hoy siento una gran tristeza, pues me toca rotar a otra área y dejar este lugar en el que me he sentido tan apreciado y donde sé que he podido aportar mucho.

Más que un psicólogo me he sentido un profesor debido a la naturaleza de los talleres y programas que se ofrece diariamente a los usuarios. Ayudarlos con tareas que ejercitan el área cognitiva, enseñarles técnicas de manejo del estrés, dictar sesiones sobre orientación vocacional, dirigir dinámicas de integración y escucharlos y orientarlos son algunas de las cosas que he realizado con ellos, todas actividades que han brindado provecho tanto para ellos como para mí. Notar su esfuerzo, su interés, su buena disposición y, en consecuencia, sus logros, me lleva a sentir que lo que hago es importante y, en cierta medida, trascendental. De seguro las experiencias específicas que he tenido con ellos o las cosas que he aprendido producto de aquellas las mencionaré más adelante.

La parte más difícil ha involucrado escuchar las historias de algunos de los usuarios. La vida que llevan, las durezas por las que han pasado, así como las diversas dificultades que se les presentan día a día pueden llegar a ser abrumadoras, y oírlos hablar al respecto demanda cierta entereza de mi parte. Y aunque por lo general las manejo bien, la identificación y la empatía que alcanzo con ellos se me ha ido de las manos en al menos dos ocasiones, momentos en los que me he preocupado y sentido totalmente frustrado al pensar que escucharlos no es suficiente, y que se debería hacer mucho más por aliviar sus situaciones.

Aparte de eso y excluyendo malos tratos con una que otra persona que trabajó conmigo dentro del área, ha sido una experiencia altamente positiva. Llevo conmigo muchas enseñanzas que iré aplicando a lo largo de mi vida como psicólogo, y muchas más que me servirán como ser humano. Ahora me toca dar una mirada hacia adelante y prepararme para los siguientes seis meses en un nuevo departamento, Salud Colectiva; tampoco mi primera opción, pero ya sé cómo funcionan estas cosas.

domingo, 20 de julio de 2014

Entre viento, percusión y cuerdas

Fuente: Archivo personal

With every mistake we must surely be learning
Still my guitar gently weeps

--Still my guitar gently weeps, de The Beatles


Si bien mi pasión por la música tuvo sus inicios a los doce años de edad, como alguna vez comenté, mi relación con ella empezó varios años antes a través del uso de instrumentos musicales. Una relación muy accidentada, he de agregar.

A los siete nos enseñaron a tocar flauta dulce en el colegio. No era exactamente muy bueno con ella, a menos que se tratase de usarla como espada y jugar con mis compañeros a ser el mejor espadachín; en eso casi no perdía. Pero en muchas otras ocasiones era el profesor quien ganaba al llamarnos la atención, castigarnos o quitarnos las flautas. Desde entonces yo ya sabía que no sería flautista.

Recuerdo que por esas épocas, aquel mismo profesor dejó la tarea de agruparnos entre nosotros y crear una canción, cada alumno usando un instrumento diferente. Debíamos practicar en nuestras casas y llevar a la clase un trabajo bien elaborado (para nuestra edad), pero recuerdo que no nos reunimos ni una sola vez. Y el día que tuvimos que presentar la canción cada uno del grupo cogió un instrumento cualquiera (yo me apoderé del triángulo) e improvisamos como los grandes. Fue, probablemente, el peor "jam sessión" en la historia del colegio.

Con algunos años más encima, tomé clases de piano en la escuela de forma obligada. Debía quedarme después de clases a practicar por una hora un instrumento que no me gustaba para nada, especialmente porque mis dedos no se movían fluidamente y tenía enormes problemas para levantar el anular sin levantar también el meñique o el dedo medio. Después de mis primeras dos clases, en lugar de ir al salón de música como era debido, comencé a hacer tiempo y caminar por los jardines del colegio. En casa nunca se preguntaron por qué me dolían las piernas y no los dedos tras esas "maravillosas" clases de piano.

El último instrumento que aprendí a tocar fue la guitarra acústica. Mis primeras clases fueron con un profesor que se quedaba dormido a la media hora de iniciada la lección, así que todo el primer año no avancé mucho que digamos. Al cambiarme de colegio cambié, también de profesor. Y aunque con el nuevo no hubo inconvenientes, sí los hubo con las tres guitarras que tuve. La primera (y que más duró) me la prestó Uva, la esposa de mi papá. La tuve todo un año, hasta que mi queridísima hermana menor la hizo añicos. La segunda me la prestó un amigo. Al regresar de su casa y desmontar de la bicicleta con que fui a recogerla, cayó al suelo y quedó inutilizable; no duró ni veinte minutos. Y la última no sé cómo llegó a mis manos, y así como apareció se esfumó, sin dejar rastro. Tal vez sabía lo que le esperaba y huyó.

Desde hace años no practico instrumento musical alguno, a menos que cuente los de juegos como Rock Band y Guitar Hero. Hasta cierto punto podría entenderse el por qué de esto. Pero, la verdad, si tuviera la oportunidad me daría el tiempo de aprender a tocar alguno nuevo, ya no por obligación y sí por amor a la música. Y me prometería a mí mismo, tomando muy en cuenta experiencias pasadas, no usarlo para jugar a las espadas ni llevarlo en la bicicleta. Entre otras cosas, claro.

lunes, 14 de julio de 2014

A tiempo


Now
Let me believe this time

--Time, de Stride


Recuerdo una conversación con dos amigos ocurrida cerca de doce años atrás. Bromeábamos sobre la posible existencia de un superhéroe con el increíble poder de la puntualidad, capaz de siempre estar en un lugar a la hora acordada, ni un minuto antes ni después. En ese entonces reía ante la ocurrencia, probablemente sin saber y sin querer que con el pasar de los años me iría acercando peligrosamente a aquel ideal.

No sé cuándo comencé a darle tanta importancia a la puntualidad. Me inclino a pensar que fue a partir de las experiencias de mi niñez, cuando aguardaba pacientemente a que mi mamá llegase a la casa de mis abuelos para visitarme y verme. La mayoría de veces no llegaba; y cuando sí lo hacía, nunca era a tiempo. Podía pasar largas horas de espera, pero definitivamente no era nada grato. Quizás por eso no me gusta hacer esperar a la gente.

Desde hace ya varios años he ido adquiriendo la habilidad de llegar a un lugar a la hora pactada. Creo que es una muestra mínima de respeto para aquellos que podrían estar esperando, incluso si son personas con quienes se tiene mayor confianza. Este aspecto en particular me resulta muy importante, pues la puntualidad que ofrezco es la misma que esperaría recibir de otros. Pero no suelo recibirla, y así he sido decepcionado muchas veces por la conocida "puntualidad peruana" bajo la que se rigen demasiadas personas que conozco.

Una manera medianamente eficaz de combatir la impuntualidad es observar los hábitos de personas que ya conozco y calcular su hora de llegada de acuerdo a encuentros pasados. Por ejemplo, mi papá es consistentemente impuntual, ya que casi siempre demora unos cuarenta minutos más de lo que dice que tardará en llegar a algún lugar. Es cuestión de calcular esa diferencia de tiempo para coincidir con el momento de llegada. Otro método de combate es asumir de antemano que la persona con quien se acuerda un encuentro es impuntual, y desde el comienzo predecir que tardará en aparecerse. Es un excelente truco, pues me funciona la mayoría de veces, aunque es una manera muy negativa de ver a la gente.

Y si bien soy poco tolerante con los impuntuales, tampoco soy intransigente. Sé que no todos valoran el tiempo tanto como yo, y sé bien que siempre existirán imprevistos, así que no encuentro nada de malo ceder de vez en cuando. Y debo admitir, por supuesto, que yo tampoco soy puntual siempre. Por eso nunca seré el superhéroe de la puntualidad. Felizmente.

LinkWithin

Related Posts with Thumbnails