Fuente: Archivo personal
One simple feeling that I never could see
But now I know
All of the rest will flow
--The rest will flow, de Porcupine Tree
Hace unos días tuve una importante conversación con una muy buena amiga cuyos consejos me han salvado de incontables situaciones y me han aclarado demasiadas dudas. Esta vez acudí a ella debido a un tema sobre el que llevo divagando ya varios meses (y hasta años), nunca muy seguro de qué hacer, y al fin pude darle solución gracias a su inigualable ayuda. Sin embargo, de lo que quería hablar realmente es de uno de los temas que tocamos durante dicha conversación y que contribuyó en gran medida a dar con aquella escurridiza respuesta a mi problema.
Muy ligado a un tema que toqué en un post anterior sobre los momentos adecuados, se presenta la idea de dejar o no que las cosas sucedan por su cuenta. ¿Es mejor dejar que fluyan por sí mismas, que caigan por su propio peso? ¿Es mejor que los eventos se desenvuelvan sin nuestra influencia, que se produzcan naturalmente? Algunos años atrás solía forzar mucho las cosas, ansioso e impaciente como tendía a ser. Y aunque hoy las dejo más a su propio azar, pienso que siempre habrán asuntos en los que uno no puede ni debería echarse para atrás ni dejar que se desarrollen sin siquiera tener cierta participación en ellos. Personalmente, me gusta tomar cartas en el asunto, por lo general en aquellos donde me siento más seguro de mí mismo y de mis actos. Pero en casos como éstos suele aparecer una incómoda pregunta: ¿Hasta qué punto mi actuar es una intervención en lugar de una intromisión?
Como ya dije, por lo general prefiero dejar que las cosas avancen a su propio ritmo, más que nada por considerar que aquello que se da por sí solo, que llega sin injerencia ajena, tiende a dar resultados más naturales, con mayor siginificado y, en algunos casos, con un componente que nos hace percibirlos como mágicos; sin duda, estos son los mejores resultados, a mi parecer. ¿Y qué hay de los que son producto de nuestro actuar? Quizás puedan verse como desenlaces más artificiales y hasta forzados, pero creo que sólo en la medida en que no se ejerza presión sobre los asuntos de los que son producto. La idea, entonces, sería encontrar el punto medio, la zona de acuerdo, mediante el tanteo de fronteras; básicamente, probar hasta dónde podemos llegar sin generar incomodidad, imposición ni, mucho menos, daño a otros o a nosotros mismos.
Ahora bien, persiste una idea importante: ¿Y si algo simplemente no debería darse o sería mejor que no sucediese, por qué intervenir para que ocurra? Mi respuesta empieza con otra pregunta: ¿Quién decide eso? Pues uno mismo; cada uno elige en base a su propia experiencia y a sus propios deseos, sean éstos bien o mal intencionados. No hay una fórmula exacta para decidir cuándo esperar, cuándo actuar y en qué medida hacer cualquiera de las dos, considerando que cada situación es única. Pero sí existe cierta capacidad o habilidad para medir dichas situaciones, para evaluar cuál es el mejor curso de acción (o inacción), una suerte de sensibilidad que debería ir desarrollándose conforme vamos aprendiendo de nuestros aciertos y errores; aunque siempre, por supuesto, con la posibilidad de fallo.
Después de todo lo dicho, ¿a qué me refiero concretamente? A todo, a cada situación posible, sencilla o compleja, pero que prometa resultados: desear que alguien nos regale un chocolate o uno mismo ir a comprarlo; iniciar una conversación o arriesgarse a que el otro lo haga (o no); pedir perdón o permitir que el tiempo alivie las heridas; anhelar gustarle a alguien o llevar a cabo acciones que propicien la atracción; querer ser notados o mostrarnos al mundo; esperar que la felicidad llegue a nosotros o salir a buscarla.
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