lunes, 27 de abril de 2009

Leer o morir



A Purple Haze crawled on the lawn
Where lonely angels played
And Shakespeare wrote of Vietnam
While a president decayed
Hollow laughter from below
Cracked the sky in two
As Manson dance inside the flames
And the yellow changed to blue

--This long silence, de Porcupine Tree


Todavía recuerdo esos quince minutos previos al inicio de las clases regulares en el colegio que se utilizaban para la muy querida "lectura silenciosa". Digo 'querida', pero la mitad del salón encontraba el ejercicio de leer en silencio como una tarea indigna o quizás demasiado demandante para sus pequeñas cabezas, y la otra mitad se dividía entre aquellos que simulaban leer pero que en realidad usaban el tiempo para continuar con el sueño que les fue interrumpido, y aquellos que realmente disfrutábamos de esos pocos minutos (a los que nunca les sumaron más, a pesar de la inocente petición que alguna vez le hice a mi en ese entonces tutor) y que eran, al menos para mí, casi lo mejor en todo el resto del día en el colegio.

Sé que era duro para muchos (no se si seguirá siéndolo de continuarse con el programa en las escuelas), quienes eran obligados a realizar una actividad que no les proporcionaba ningún tipo de satisfacción y que debían ejercitar sus cerebritos y hallar una manera de conseguir un libro para, por lo menos, cumplir con el requisito de tener algo que leer ese cuarto de hora diario. Supongo que mis palabras buscan atacar a estas personas no por falta de entendimiento, sino por su falta de consideración por quienes sí añorábamos esa actividad. Recuerdo una oportunidad en la que nuestro tutor, de seguro estresado por algún acontecimiento doméstico y definitivamente cansado de tener que repetir las mismas palabras día tras a día al usual grupo de insolentes alumnos que no parecían escuchar cuando se les decía que mantuvieran silencio durante la "lectura silenciosa", se acercó a la mesa de los habladores (que en realidad susurraban), se inclinó hacia adelante hasta estar casi a la par con una de las chicas y gritó, más fuerte que cualquier otro profesor que haya escuchado gritar en mi historia escolar, "¡Cierren la boca!". Los mechones de la alumna parecieron ser empujados por la fuerza del bramido. Fue mi acontecimiento favorito por un buen tiempo.

Ahora que ya no me obligan a leer, y que sigo sin sentirme obligado, no puedo evitar tener siempre un libro al costado, una novela, una revista, un cuento, un ensayo, etc. Mi abuela hizo bien en inculcarme la lectura desde pequeño, y por ello le agradezco, no solo porque ningún educador tuvo que acercarse a mi mesa y pegarme un grito que me sacara volando del asiento, sino porque siento que los libros son la principal fuente de mi facilidad para escribir. Son, también, una excelente forma de entretenerme y de aprender, y obtengo satisfacción con pensar en la creciente colección de títulos que van adornando los estantes, cajones y hasta rincones de mi cuarto. Por todo ello, cada vez que escucho decir a alguien que el leer es una pérdida de tiempo, me siento mal por esa persona, seguro de que encajaría perfectamente en la mesa de los habladores, pero trato de aportar razones de por qué pienso que se equivoca majestuosamente.

Actualmente estoy leyendo 2666 de Roberto Bolaño, novela que por su extensión me está tomando demasiado tiempo leer, pero cuyos párrafos logran atraparme de forma tal que tengo por seguro que una vez que acabe con las más de mil páginas que componen la obra quedaré deseando más. Y ya tengo mi siguiente libro en espera de ser abierto, y el tercero le sigue inmediatamente, así como el cuarto, quinto y sexto. Por el séptimo aún no me decido.

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