Desde la perspectiva del niño ávido por caramelos, siempre fui bastante ansioso en cuanto de salir a pedirlos acompañado por mis amigos se trataba. Lo que no puedo recordar es qué pasaba por mi cabeza cuando tocaba un timbre y gritaba a todo pulmón, tal vez que al hacerlo era obligación del dueño de casa alegrarnos el día con algunas delicias, siempre y cuando se llevase puesto un disfraz. Pero creo que nunca realmente racionalicé la situación. En todo caso, el ser un niño, el tener una pasión por el azúcar y la idea de disfrazarme hacían que todo intento (o siquiera ideación) de pensar en la situación fuese fallido. Podría estar equivocado, pero pienso que, básicamente, Halloween para los niños es la época de los caramelos gratis.
Desde mi perspectiva actual, un post-adolescente alejado de tales prácticas infantiles (a menos que tenga alguna añoranza y decida acompañar a mis hermanas en su respectiva experiencia Halloween-esca), dejando por completo de lado las fiestas y reuniones, encuentro el hecho de escuchar sonar el timbre de mi casa al menos unas veinte veces por hora como algo suficientemente perturbador como para tirarme por la ventana. De hecho, a veces dan ganas de desahogarse con los pequeños mocosos disfrazados y decirles un par de cosas que sus oídos inmaduros no deberían escuchar aún, pero el mejor desquite siempre termina siendo el disfrutar de uno que otro caramelo que en teoría debía de haber caído en sus manos, pero que en práctica (por más que cueste creerlo) salió de la canastilla que ponemos junto a la puerta (de donde sacamos los dulces para entregarlos) y llegó misteriosamente a mi estómago.
Una pequeña crítica y a la vez reflexión que me gustaría agregar es que, aquellos días en los que me he visto deambulando por las calles infestadas de fantasmas, brujas, vampiros, princesas, superhéroes, etc., he notado que los disfraces comienzan a dejar de ser requisito, lo cual me hace preguntarme lo siguiente: ¿si los niños no llevan disfraz al pedir caramelos, no sería como un día cualquiera en el que se iría a tocar la puerta de un desconocido y casi reclamar dulces? La respuesta, a mi parecer, es un sí y un no. Sí porque en apariencia eso mismo está sucediendo, y no porque hay factores que influyen en la práctica del “Halloween al desnudo” (como se me ocurrió llamarlo).
El conseguir un disfraz no es facilidad con que toda familia goza, y ha de tenerse en mente que, siguiendo aquellas palabras con las que empecé este post, un peruano cualquiera no siempre vive en zonas urbanas bonitas o cuenta con los recursos necesarios para comprar un disfraz. De esta manera, puede que haya niños sin máscaras sobre sus rostros o prendas coloridas sobre sus cuerpos, pero no por ello deben dejar de tener la oportunidad de gozar de una experiencia tan satisfactoria como lo es el recibir caramelos gratis, así como de ser parte de al menos una tarde/noche en la que la calle le pertenece a los pequeñuelos y no solo a los grandulones que decimos llamarnos adultos.
Lo siento, Día de la canción criolla, pero soy un peruano (y que no por ello signifique que lo criollo ejemplifica la peruanidad) criado a base de caramelos y, aunque no sea un ejemplo predilecto en lo que a celebrar tradiciones se refiere, me quedo con el Halloween. Quizás los años me hagan cambiar de opinión y comience a celebrarte, pero hasta entonces seguiré siendo un asiduo partidario de los dulces y los disfraces (en el buen sentido de la palabra, aunque en realidad no creo que haya uno malo). Happy Halloween!