Happy days but sad I’m facin'
Heaven knows that I’m on the case
How could I forget to mention the bicycle
-- The bicycle song, de Red Hot Chili Peppers
Parecería que una persona no puede llamarse a sí misma deportista hasta que consigue herirse a causa de practicar un deporte y no solo jugarlo (incluso si es profesional). Uno puede practicarlo y ser el mejor en lo que hace, pero creo que siempre debe haber algún tipo de esfuerzo de por medio, algún pequeño accidente o herida que le muestre al deportista en potencia qué pasos debe seguir para convertirse justamente en el mejor. Lo que trato de decir es que si nunca se cometen errores nunca se sabrá si lo que se hace es lo más indicado, si es que no hay un método más eficiente.
Hoy desperté a las cinco de la madrugada entusiasmado, pues era el día en el que rompería mi record de resistencia al traspasar la barrera de los sesenta kilómetros montando bicicleta. Pero había un problema, un pequeñísimo inconveniente: apenas salí de la cama sentí un tremendo dolor en la rodilla izquierda, un dolor que se presentaba cada vez que intentaba flexionarla. Creí que unos cuantos estiramientos y masajes lo arreglarían, pero solo me hicieron sentir peor, aunque no tanto como el entender que no podría salir a montar bicicleta.
No podía comprender la razón de este dolor tan misterioso que había aparecido de la noche a la mañana (literalmente). Pensaba que tal vez podría ser la manera en la que mi cuerpo expresaba el miedo que tenía de montar una distancia tan larga, pero no supe la verdad sino hasta que fui a la clínica. Admito que me moría de miedo, pero no de los sesenta kilómetros, sino de que tal vez existía la probabilidad de que no pudiera montar bicicleta nunca más, de que tal vez me había golpeado la rodilla sin darme cuenta y un sangrado interno acabaría por obligar al doctor a diagnosticar una amputación. En dos palabras: estaba desesperado.
Luego de la radiografía, el doctor me dijo que no había ni fractura (ni necesidad de amputación), sino que uno de mis huesos había crecido producto de su desgastamiento (esta paradoja también llamó mi atención, pero quién soy yo para juzgar a la medicina) ocasionado por practicar tanto ciclismo, y que cuando flexionaba la pierna los huesos chocaban y por eso sentía dolor. Salí de la clínica con unos cuántos analgésicos en mano y con la palabra del doctor de que la rodilla dejaría de dolerme en tres días. Para mi desgracia, dejar de montar bicicleta por esa cantidad de tiempo es difícil de soportar, quizás más que el dolor de huesos.
Todo ese tema me hizo pensar en aquello con lo que empecé el post, sobre los deportes y cómo uno puede llamarse a sí mismo deportista solo cuando sufre un daño a causa del deporte que practica. También me hizo reflexionar e imaginar qué hubiese sido de mi vida de haberme quedado sin pierna y con la seguridad de que no volvería a poner pie en un pedal de bicicleta nunca más o, en todo caso, de la misma manera que antes. Siempre he puesto mi pasión del ciclismo por encima de todo lo demás (no antes que los estudios, aunque varias veces he pensado hacerlo), y es por eso que, al menos en parte, sentí qué miserable sería mi vida sin él, y comprendo (también sólo en parte) cómo deben sentirse todas aquellas personas que, producto de la práctica del deporte que los hizo sentir vivos, se encuentran ahora en un estado que de seguro les habrá costado aprender a llamar vida. Esa, creo yo, es la peor de las maldiciones.
Hoy desperté a las cinco de la madrugada entusiasmado, pues era el día en el que rompería mi record de resistencia al traspasar la barrera de los sesenta kilómetros montando bicicleta. Pero había un problema, un pequeñísimo inconveniente: apenas salí de la cama sentí un tremendo dolor en la rodilla izquierda, un dolor que se presentaba cada vez que intentaba flexionarla. Creí que unos cuantos estiramientos y masajes lo arreglarían, pero solo me hicieron sentir peor, aunque no tanto como el entender que no podría salir a montar bicicleta.
No podía comprender la razón de este dolor tan misterioso que había aparecido de la noche a la mañana (literalmente). Pensaba que tal vez podría ser la manera en la que mi cuerpo expresaba el miedo que tenía de montar una distancia tan larga, pero no supe la verdad sino hasta que fui a la clínica. Admito que me moría de miedo, pero no de los sesenta kilómetros, sino de que tal vez existía la probabilidad de que no pudiera montar bicicleta nunca más, de que tal vez me había golpeado la rodilla sin darme cuenta y un sangrado interno acabaría por obligar al doctor a diagnosticar una amputación. En dos palabras: estaba desesperado.
Luego de la radiografía, el doctor me dijo que no había ni fractura (ni necesidad de amputación), sino que uno de mis huesos había crecido producto de su desgastamiento (esta paradoja también llamó mi atención, pero quién soy yo para juzgar a la medicina) ocasionado por practicar tanto ciclismo, y que cuando flexionaba la pierna los huesos chocaban y por eso sentía dolor. Salí de la clínica con unos cuántos analgésicos en mano y con la palabra del doctor de que la rodilla dejaría de dolerme en tres días. Para mi desgracia, dejar de montar bicicleta por esa cantidad de tiempo es difícil de soportar, quizás más que el dolor de huesos.
Todo ese tema me hizo pensar en aquello con lo que empecé el post, sobre los deportes y cómo uno puede llamarse a sí mismo deportista solo cuando sufre un daño a causa del deporte que practica. También me hizo reflexionar e imaginar qué hubiese sido de mi vida de haberme quedado sin pierna y con la seguridad de que no volvería a poner pie en un pedal de bicicleta nunca más o, en todo caso, de la misma manera que antes. Siempre he puesto mi pasión del ciclismo por encima de todo lo demás (no antes que los estudios, aunque varias veces he pensado hacerlo), y es por eso que, al menos en parte, sentí qué miserable sería mi vida sin él, y comprendo (también sólo en parte) cómo deben sentirse todas aquellas personas que, producto de la práctica del deporte que los hizo sentir vivos, se encuentran ahora en un estado que de seguro les habrá costado aprender a llamar vida. Esa, creo yo, es la peor de las maldiciones.
[Aquí les paso unos cuantos de videos que ilustran lo que digo, pero de una forma un tanto más humorística.]
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