Qué curiosa puede llegar a ser la vida, despreocupada la mayor parte del tiempo y, tan de repente que no hay tiempo ni de pensar en ello, tan complicada el resto. El camino se veía despejado, pero en un parpadear de ojos quedó rebosando de conflictos y problemas; qué curiosa la vida, que decide ponernos los pesos sobre la espalda todos de una sola vez. ¿O es que somos nosotros mismos quienes nos sometemos a este trajín? Sin duda la respuesta debe residir entre ambos polos, en medio de la relatividad, como toda explicación que pretenda presentarse como coherente.
Las sonrisas ya no las crea el rostro mismo, sino que deben comprarse o coserse o pegarse, simularse, finalmente. Y a las personas no las conocemos hasta que verdaderamente las conocemos; e incluso entonces, cuando creemos que sabemos todo de ellas, cuando pensamos que las entendemos casi a cabalidad, podemos llegar a un punto en el que nos soprenden cariñosa o desastrozamente. Un festival de máscaras, disfrazes de todo tipo, música que revienta tímpanos y mutitudes que no tienen nada mejor que hacer que mentirse a sí mismas por ningún buen motivo (¿existe algún buen motivo para mentir?).
“Las paredes no se rompen a puñetazos,” me digo. “La sangre no limpia las frustraciones,” me digo. Y es cierto, más allá del sentido común que no todos compartimos y del conocimiento cuasi-secreto de lo correcto. Siempre es hora de hacer algo, o de que algo nos haga a nosotros; pero nunca es tiempo de actuar como es debido, me temo, por más que queramos, por más que lo deseemos con una fuerza que sobrepase nuestra vitalidad. El descanso que nunca llega es el descanso del que siempre tiene algo en mente; ¿y no todos tenemos siempre algo en mente? Qué vida para más curiosa.
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