Miró por el rabillo de sus ojos y no consiguió avistar a nadie; no era lo que esperaba. No obstante, en algún rincón de su corazón albergaba la incipiente idea de que él mismo había ocasionado aquella soledad que comenzaba a manifestarse, la idea de que algo había hecho mal con el único propósito de hacer bien, de ayudar a quienes lo necesitaban a pesar de no saberlo. Quería equivocarse, deseaba intensamente equivocarse, pues un hecho como ese no podía ser cierto, no cabía posibilidad alguna de que fuese realmente así; y, aunque lo dudaba, no era así.
Las personas nos dejan de acuerdo a las circunstancias, y las circunstancias se determinan a través de los actos, sean nuestro o de quienes nos abandonan. Hay situaciones que son inevitables, completamente fuera de nuestro control, pero las que sí podemos manejar son justamente las más frágiles, las que se amoldan a nuestros pensamientos y acciones, las que ocasionan esos momentos que nuestra memoria raras veces acepta olvidar; este es el ámbito de los errores y aciertos, de los cuales dependemos tanto y tantos.
Es en aquel ámbito donde buscamos el mejor resultado, sea provechoso o no para otros, y el peor desacierto es pretender beneficiar a otro y terminar por perjudicarlo no solo a él, sino también a uno mismo. Lo que es correcto para uno no siempre lo es para otro, sin olvidar que lo correcto es tan fácil de identificar como la razón por la que no siempre hacemos lo que debemos, incluso sabiéndolo.
Pero él hizo lo correcto, a pesar de que esa pequeña parte de su corazón empezase a confundirlo con ideas nada simples de refutar. Hizo lo correcto, sí, pero el perjuicio llegó de una u otra forma; ¡absurdas excepciones!
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