Carry me to the shoreline
Bury me in the sand
Walk me across the water
And maybe you'll understand
-- Hollow years, de Dream Theater
Hoy di por finalizada una reflexión que llevo moldeando desde hace unas semanas, aunque admito que debo pulirla si quiero encontrar la manera de sacar el mayor provecho de este nuevo conocimiento de mí mismo. Cuesta un poco aceptarlo, pero creo que estoy atrapado en el medio de un espectro que tiene como extremos la niñez y la adultez, lo que me convierte en una especie de joven adulto recién salido de la adolescencia, deseoso de dejar atrás el ser niño, pero aún con miedo de adentrarme en los desconocidos territorios de la adultez.
¿Cómo llegué a esta suerte de conclusión? Pues por medio de la negación, parece. No le di la suficiente importancia al hecho de que nunca me gustó que llamaran “bébe” (contrario a “bebé” [nótese la posición de la tilde y la forma como suena la palabra]), tomándolo sólo como una forma peyorativa mediante la cual los adultos se referían a mí cuando hablaban entre ellos, aunque no con la intención de hacerme sentir mal. Lo difícil de soportar, en todo caso, fue que me llamaron así al menos hasta los doce años; un inconveniente que viene con la corta estatura, me temo. Pero pasé esa etapa. Y llegó una nueva.
Siguiendo con la idea de ser de corta estatura, tuve que lidiar con el problema que supuso escuchar mi nombre ser dicho en diminutivo. El “-ito” añadido era un peso con el que me negaba a cargar, pero por motivos de una personalidad desarrollada a medias, y de una timidez incontrolable, callé mi descontento y pasé toda la etapa colegial recibiendo aquello que no quería por parte de mis compañeras. Duro golpe a la autoestima. Debido a todo ello es que ahora no tolero que me traten como un niño, la primera parte de mi problema.
La segunda se relaciona al hecho de que no me veo a mí mismo ni me siento como un adulto. Ya no soy (tan) bajo como antes, así que eso no influye en la percepción que me tengo. Lo que sí afecta, en todo caso, es ese fuerte deseo de no trabajar, de no agregar más responsabilidades a mi vida, a pesar de no tener demasiadas. Lo veo como un paso que me separaría por completo de actitudes que no quiero perder o cambiar, aunque sé que adquiriría algunas nuevas que no me haría daño tener e interiorizar, pero no me siento preparado. Tengo veinte años, en mi país soy legalmente adulto, creo tener la madurez suficiente de una persona de mi edad, pero no me siento capaz de subir un peldaño más y separarme de lo que soy ahora.
Probablemente exagero, como suele suceder, y lo más seguro es que deba hacer esa “transición” tarde o temprano, si no por voluntad propia por obligación. De hecho, hay momentos en los que una fuerza interior me empuja a dar ese primer paso al otro lado de la vida, ese del que mi papá me ha hablado tanto y al que me ha hecho (no adrede) temer, pero dura demasiado poco como para hacerme tomar una decisión definitiva.
De esta manera me encuentro atrapado entre dos polos, sin ganas de retroceder ni de avanzar, tampoco muy cómodo con mi situación actual. Me aferro a la idea de que aún no es tan necesario que comience a pensar en el trabajo ni en la conformación de una familia, pero asumo que estos pensamientos son una manera de ir construyendo el camino que me llevará hasta el momento en el que sí deba hacerlo, como de seguro le sucede a muchos otros. Por el momento iré dando los famosos pasos de bebé (así me duela hacer esa analogía que nada tiene que ver con mi condición), y uno de los primeros será el irme a trabajar al extranjero. Le daré una probada a ese otro lado desconocido y volveré para sumar experiencias a mi repertorio de reflexiones, y así podré vencer este estado de parálisis existencial. Todo sea por el constante mejoramiento de lo que soy y de lo que alguna vez seré.
¿Cómo llegué a esta suerte de conclusión? Pues por medio de la negación, parece. No le di la suficiente importancia al hecho de que nunca me gustó que llamaran “bébe” (contrario a “bebé” [nótese la posición de la tilde y la forma como suena la palabra]), tomándolo sólo como una forma peyorativa mediante la cual los adultos se referían a mí cuando hablaban entre ellos, aunque no con la intención de hacerme sentir mal. Lo difícil de soportar, en todo caso, fue que me llamaron así al menos hasta los doce años; un inconveniente que viene con la corta estatura, me temo. Pero pasé esa etapa. Y llegó una nueva.
Siguiendo con la idea de ser de corta estatura, tuve que lidiar con el problema que supuso escuchar mi nombre ser dicho en diminutivo. El “-ito” añadido era un peso con el que me negaba a cargar, pero por motivos de una personalidad desarrollada a medias, y de una timidez incontrolable, callé mi descontento y pasé toda la etapa colegial recibiendo aquello que no quería por parte de mis compañeras. Duro golpe a la autoestima. Debido a todo ello es que ahora no tolero que me traten como un niño, la primera parte de mi problema.
La segunda se relaciona al hecho de que no me veo a mí mismo ni me siento como un adulto. Ya no soy (tan) bajo como antes, así que eso no influye en la percepción que me tengo. Lo que sí afecta, en todo caso, es ese fuerte deseo de no trabajar, de no agregar más responsabilidades a mi vida, a pesar de no tener demasiadas. Lo veo como un paso que me separaría por completo de actitudes que no quiero perder o cambiar, aunque sé que adquiriría algunas nuevas que no me haría daño tener e interiorizar, pero no me siento preparado. Tengo veinte años, en mi país soy legalmente adulto, creo tener la madurez suficiente de una persona de mi edad, pero no me siento capaz de subir un peldaño más y separarme de lo que soy ahora.
Probablemente exagero, como suele suceder, y lo más seguro es que deba hacer esa “transición” tarde o temprano, si no por voluntad propia por obligación. De hecho, hay momentos en los que una fuerza interior me empuja a dar ese primer paso al otro lado de la vida, ese del que mi papá me ha hablado tanto y al que me ha hecho (no adrede) temer, pero dura demasiado poco como para hacerme tomar una decisión definitiva.
De esta manera me encuentro atrapado entre dos polos, sin ganas de retroceder ni de avanzar, tampoco muy cómodo con mi situación actual. Me aferro a la idea de que aún no es tan necesario que comience a pensar en el trabajo ni en la conformación de una familia, pero asumo que estos pensamientos son una manera de ir construyendo el camino que me llevará hasta el momento en el que sí deba hacerlo, como de seguro le sucede a muchos otros. Por el momento iré dando los famosos pasos de bebé (así me duela hacer esa analogía que nada tiene que ver con mi condición), y uno de los primeros será el irme a trabajar al extranjero. Le daré una probada a ese otro lado desconocido y volveré para sumar experiencias a mi repertorio de reflexiones, y así podré vencer este estado de parálisis existencial. Todo sea por el constante mejoramiento de lo que soy y de lo que alguna vez seré.
[Me recuerda a mí mismo cuando tenía esa edad.]
No hay comentarios.:
Publicar un comentario