No stop signs
Speed limit
Nobody's gonna slow me down
Like a wheel
Gonna spin it
Nobody's gonna mess me 'round
Hey Satan
Payin' my dues
Playin' in a rockin' band
Hey momma
Look at me
I'm on my way to the promised land
-- Highway to hell, de AC/DC
A veces creo que soy una especie de imán que atrae problemas o complicaciones, como de seguro lo son muchos otros, pues siempre algo me tiene que salir mal o siempre hay algún inconveniente o extrañeza presente. En fin, lo veo de manera optimista: más experiencias para contar. Todo esto lo pensé el lunes, mientras iba en un taxi.
Ya desde antes de subirme temía por mi seguridad, pues el carro no estaba muy bien cuidado, tanto por dentro como por fuera, pero el bajo precio que me ofreció el taxista me motivó a subirme. En realidad debí haberlo visto de manera contraria, siendo el precio un argumento fuerte en relación a la idea que pronto tuve de que podría asaltarme o, peor aún, raptarme. Pero, temerario como soy, aunque ingenuo y distraído mucho más a menudo, no lo tomé como algo demasiado importante y dejé que me llevara a mi destino.
Estaba metido dentro de mis propios pensamientos cuando, en medio de la avenida Javier Prado, el carro comienza a dar sacudidas, como si amenazara con detenerse debido a la falta de gasolina. Instantes después, estas amenazas se volvieron un hecho, y el carro se apagó en el acto, dejándonos varados en un mar de autos pasando a toda velocidad por nuestros flancos, con el riesgo de ser chocados en cualquier momento. El taxista trató de prenderlo un par de veces, pero no parecía funcionar, así que empezó a realizar un truco con unos cables en la parte inferior de donde está posicionado el timón. Para nuestro alivio, el carro prendió unos segundos, pero no antes de haber retrocedido peligrosamente en ese océano de riesgos. Por suerte no nos sucedió nada, pero apenas el conductor intentó avanzar, volvió a apagarse el auto.
No fue sino hasta que se acercó un policía que logramos doblar en una esquina y conseguimos un segundo taxi que nos haló con una soga hasta el grifo más cercano. Yo habría tomado uno por mi cuenta, pero el taxista me ofreció reducir la tarifa a la mitad debido al problema en el que me había visto envuelto, así que acepté, tacaño como a veces puedo ser. De todas formas siguió llamándome la atención con qué facilidad disminuía un precio que de por sí ya era bajo para la enorme distancia que tuvimos que recorrer. Sospechaba cada vez más.
En el camino al grifo sucedió otro incidente. El carro que nos halaba aceleró demasiado al pasar un rompemuelles y nos vimos abandonados por él, quien se percató de nuestra ausencia luego de haber avanzado casi una cuadra. Por un momento pensé “¿es esta una forma de distraerme para que de un instante a otro se abran las puertas y un par de enmascarados me metan en una camioneta que esperaba la señal del taxista?”. Exageré en mis pensamientos, pero no mentiré al decir que temía por lo que podía pasar. Cada nuevo suceso aumentaba mis sospechas, así que comencé a mirar todo el interior del auto, buscando agujeros de bala, si el tapiz del techo tenía marcas de uñas o si veía manchas rojizas en alguna parte de los asientos.
Felizmente, luego de abastecernos de gasolina, lo que faltaba del camino no se vio impedido por ningún otro suceso de este calibre, pero llegué media hora más tarde a mi casa, lo que me hizo renegar internamente un poco, pues esperaba demorar menos de lo que me hubiese requerido si hubiera tomado un autobús. Lo bueno fue el reducido pago que tuve que hacer; lo más bueno, que llegara con vida; y, lo más significativo, que el taxista tuviera la suficiente decencia como para pedirme disculpas. Dos experiencias nuevas en un taxi: una educación que no he visto en otro taxista antes, y una alarmante situación en medio de una autopista.
Ya desde antes de subirme temía por mi seguridad, pues el carro no estaba muy bien cuidado, tanto por dentro como por fuera, pero el bajo precio que me ofreció el taxista me motivó a subirme. En realidad debí haberlo visto de manera contraria, siendo el precio un argumento fuerte en relación a la idea que pronto tuve de que podría asaltarme o, peor aún, raptarme. Pero, temerario como soy, aunque ingenuo y distraído mucho más a menudo, no lo tomé como algo demasiado importante y dejé que me llevara a mi destino.
Estaba metido dentro de mis propios pensamientos cuando, en medio de la avenida Javier Prado, el carro comienza a dar sacudidas, como si amenazara con detenerse debido a la falta de gasolina. Instantes después, estas amenazas se volvieron un hecho, y el carro se apagó en el acto, dejándonos varados en un mar de autos pasando a toda velocidad por nuestros flancos, con el riesgo de ser chocados en cualquier momento. El taxista trató de prenderlo un par de veces, pero no parecía funcionar, así que empezó a realizar un truco con unos cables en la parte inferior de donde está posicionado el timón. Para nuestro alivio, el carro prendió unos segundos, pero no antes de haber retrocedido peligrosamente en ese océano de riesgos. Por suerte no nos sucedió nada, pero apenas el conductor intentó avanzar, volvió a apagarse el auto.
No fue sino hasta que se acercó un policía que logramos doblar en una esquina y conseguimos un segundo taxi que nos haló con una soga hasta el grifo más cercano. Yo habría tomado uno por mi cuenta, pero el taxista me ofreció reducir la tarifa a la mitad debido al problema en el que me había visto envuelto, así que acepté, tacaño como a veces puedo ser. De todas formas siguió llamándome la atención con qué facilidad disminuía un precio que de por sí ya era bajo para la enorme distancia que tuvimos que recorrer. Sospechaba cada vez más.
En el camino al grifo sucedió otro incidente. El carro que nos halaba aceleró demasiado al pasar un rompemuelles y nos vimos abandonados por él, quien se percató de nuestra ausencia luego de haber avanzado casi una cuadra. Por un momento pensé “¿es esta una forma de distraerme para que de un instante a otro se abran las puertas y un par de enmascarados me metan en una camioneta que esperaba la señal del taxista?”. Exageré en mis pensamientos, pero no mentiré al decir que temía por lo que podía pasar. Cada nuevo suceso aumentaba mis sospechas, así que comencé a mirar todo el interior del auto, buscando agujeros de bala, si el tapiz del techo tenía marcas de uñas o si veía manchas rojizas en alguna parte de los asientos.
Felizmente, luego de abastecernos de gasolina, lo que faltaba del camino no se vio impedido por ningún otro suceso de este calibre, pero llegué media hora más tarde a mi casa, lo que me hizo renegar internamente un poco, pues esperaba demorar menos de lo que me hubiese requerido si hubiera tomado un autobús. Lo bueno fue el reducido pago que tuve que hacer; lo más bueno, que llegara con vida; y, lo más significativo, que el taxista tuviera la suficiente decencia como para pedirme disculpas. Dos experiencias nuevas en un taxi: una educación que no he visto en otro taxista antes, y una alarmante situación en medio de una autopista.
[Gran canción.]
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